Con una de las voces más respetadas en el control global del tabaco y la reducción de daños, Cliff Douglas ha dedicado más de tres décadas a combatir la epidemia del tabaquismo desde múltiples frentes: como abogado, experto en políticas públicas, asesor del gobierno de Estados Unidos, líder en organizaciones como American Cancer Society y, actualmente, como presidente y CEO de Global Action to End Smoking.
Pionero en la promoción de entornos libres de humo y defensor incansable de políticas basadas en evidencia científica, Douglas despliega, en una charla distendida con el youtuber GrimmGreen, una combinación precisa de rigor jurídico, compromiso ético y una profunda convicción: el éxito en salvar vidas es inevitable, siempre que se luche con perseverancia e inteligencia.
El café humea, silencioso, en una vieja taza blanca, resquebrajada por el tiempo. Sobre la porcelana cuarteada sobrevive, apenas visible, una inscripción que se niega a rendirse: Proceed as if success is inevitable. Cliff Douglas sostiene la taza como quien empuña un escudo modesto, una frágil defensa contra la intemperie del mundo.
Desde su oficina —quizás en algún rincón de la Universidad de Michigan o en su despacho en Global Action to End Smoking—, rodeado de memorabilias apiladas como trincheras contra el olvido, Douglas relata a GrimmGreen una vida entera librada en las fronteras de la salud pública: una existencia consagrada no solo a combatir el humo, sino también a desmantelar una maquinaria de engaño sistemático. Explica que su batalla nunca fue solo contra el tabaco, sino contra todo un sistema de falsificación institucionalizada, arraigado en las entrañas mismas del poder.
La habitación donde Cliff Douglas se revela no está diseñada para impresionar, sino para resistir. El gris de las paredes —una tonalidad exacta entre la ceniza y la niebla— parece absorber los rumores del mundo exterior, creando un refugio donde las palabras no rebotan, sino que descienden con gravedad. A su espalda, una estantería de hierro oscuro sostiene libros y papeles con un tipo singular de orden: un orden surgido no del afán estético, sino de la urgencia, como el campamento provisional de quien, aun exhausto, nunca deja de marchar.
Los objetos cuentan su propia historia, siempre que uno sepa mirar. Una planta pequeña, esforzándose contra la penumbra, insinúa la terquedad de la vida en condiciones adversas. Un retrato de trazo grueso, de expresión grave, parece vigilar la conversación, como un recordatorio silente de batallas ya libradas. Un reloj de sobremesa, semienterrado entre papeles, mide el tiempo no como amenaza, sino como promesa. Incluso la mesa lateral, donde descansan figuras de madera rígida, conserva la estética de las trincheras: utilitaria, sobria, forjada para resistir.
Douglas, con el cabello ligeramente despeinado y la camisa gris desabotonada en el cuello, encarna una paradoja: la serenidad del veterano y la urgencia del militante. Habla en frases contenidas, como quien ha aprendido que cada palabra mal situada puede volverse un arma en manos ajenas. Pero también sonríe, a veces, como quien sabe que la ironía es la última trinchera del optimismo.
La luz atraviesa la habitación en franjas oblicuas, proyectando sombras largas que se deslizan sobre las fotografías familiares. Afuera, aunque invisible, el mundo continúa girando en su ruido habitual. Aquí, en cambio, el tiempo parece haberse espesado. No hay urgencia visible, pero todo —los papeles, las figuras, la manera en que Douglas ajusta levemente su postura antes de responder— insinúa que, para él, cada conversación forma parte de una campaña más vasta. No contra un enemigo tangible, sino contra algo más esquivo: el olvido, la resignación, la pérdida de fe en la posibilidad de torcer el destino.
Se podría pensar en su entorno como en una biblioteca de campaña: funcional, humana, marcada más por las causas que por las comodidades. Como si cada objeto —cada fotografía, cada libro, cada pequeña planta— participara en silencio de la misma convicción que sostiene a Douglas: que salvar vidas no es un acto de heroísmo ocasional, sino una práctica diaria, casi monástica, de esperanza ejercida con obstinación.
Al final, uno comprende que esto no es solo una oficina. Es un reducto. Una célula de resistencia.
Del humo en los cielos a la evolución necesaria hacia la reducción de daños
A finales de los años ochenta, Douglas era un joven abogado que se enfrentaba a un adversario monumental: Big Tobacco, una industria que parecía invencible, capaz de dominar tribunales, congresos y culturas enteras. Lideró la campaña nacional para prohibir fumar en los vuelos comerciales de Estados Unidos, una batalla librada más con convicción que con recursos.
«¿Nuestro presupuesto anual?», recuerda con una sonrisa irónica. «Ciento sesenta y cinco mil dólares. Para todo. Incluso mi salario».
La simbología era poderosa: si podían limpiar el aire a diez mil metros de altura, quizá también podrían purificar los pulmones de una nación. En una época en que el cigarrillo era omnipresente y los ejecutivos tabacaleros reinaban intocables, prohibir el tabaco en los aviones representó un golpe pequeño, pero sísmico. Abrió una fisura en la ilusión de inevitabilidad que la industria había cultivado durante décadas.
La carrera de Douglas no se limitó a campañas públicas. Se adentró en las entrañas de uno de los grandes monstruos del siglo XX, colaborando con denunciantes que expusieron décadas de fraude: documentos internos que revelaban hasta qué punto las compañías tabacaleras conocían —y ocultaban— los efectos mortales de sus productos.
Douglas sostiene que Big Tobacco ha sido, y sigue siendo, un emblema de conspiración y desprecio por la vida humana. A su juicio, las acciones históricas de la industria no solo evidenciaron un profundo desdén por el bienestar colectivo, sino que siguen alimentando la desconfianza social y entramando la complejidad de las dinámicas contemporáneas.
Esa experiencia forjó su ética profesional: una devoción absoluta a la verdad científica, un escepticismo radical frente a las narrativas oficiales y una defensa incondicional del derecho de las personas a acceder a información honesta.
Douglas recuerda también su participación en las históricas demandas judiciales de los años noventa, cuando las grandes tabacaleras fueron finalmente expuestas ante el mundo. A su entender, no se trataba simplemente de un negocio, sino de una institución diseñada deliberadamente para infligir daño.
El recorrido de Douglas lo condujo, décadas más tarde, a una conclusión herética dentro del movimiento tradicional de salud pública: la abstinencia absoluta no era el único camino, ni necesariamente el más eficaz.
Durante su etapa como vicepresidente de Control del Tabaco en la American Cancer Society, impulsó un cambio estratégico audaz: reconocer que el enemigo no era la nicotina en sí misma, sino la combustión. Douglas aclara que la nicotina, aunque adictiva, no es lo que mata a los fumadores. El verdadero enemigo, insiste, es el humo: la combustión que libera los venenos.
Bajo su liderazgo, la American Cancer Society publicó en 2018 un manifiesto revolucionario a favor de eliminar el consumo de tabaco combustible en Estados Unidos. Fue, al mismo tiempo, una declaración de guerra y un acto de compasión. Subraya que se trataba, ante todo, de respetar las experiencias vividas: de encontrar a las personas allí donde están, no donde desearíamos que estuvieran. Este giro estratégico estuvo influido por pensadores como el doctor Alex Wodak, quien acuñó una frase que Douglas repite como un mantra silencioso: las estrategias de reducción de daños siempre triunfan; es solo cuestión de tiempo.
El espejo sueco: un modelo incómodo y una narrativa de esperanza
Douglas ve en Suecia una paradoja ilustrativa. Señala que allí lograron reducir el tabaquismo a niveles mínimos gracias al snus —el tabaco oral sin combustión—, mientras que en el resto de Europa su uso permanece prohibido. Una ironía dolorosa: el país con menos fumadores es precisamente el que permite alternativas libres de combustión, mientras aquellos que las vetan padecen tasas de tabaquismo mucho más elevadas.
Douglas matiza que reducir daños no implica eliminar todos los riesgos, sino disminuir el sufrimiento y salvar vidas. El caso sueco, concluye, demuestra que la salud pública no siempre avanza de la mano de la ortodoxia moralista.
Sin embargo, este debate está lejos de ser sereno. Douglas denuncia la aparición de un «neo-puritanismo» en las políticas de salud pública: un dogma que rechaza cualquier forma de consumo de nicotina, sin matices ni contexto. Critica que este nuevo movimiento tiende a mezclarlo todo —cigarrillos, vapeadores, snus— como si se tratara de lo mismo, sin distinguir entre un cigarrillo ardiente y una alternativa cien veces más segura. Señala especialmente el impacto de filántropos como Mike Bloomberg, cuyos fondos han impulsado políticas prohibicionistas en todo el mundo. A veces, ironiza, parece que importa más destruir a la industria que salvar a los fumadores. Una estrategia que, advierte, podría condenar a millones de personas a seguir consumiendo los productos más letales, simplemente por la falta de alternativas reconocidas y accesibles.
Pese a todo, Douglas mantiene una convicción inquebrantable, anclada en los hechos. Recuerda que el tabaquismo juvenil en Estados Unidos ha caído más de un 70 % en los últimos cinco años y que el vapeo entre jóvenes también se ha desplomado, logros que, paradójicamente, han sido minimizados en lugar de celebrados. A su juicio, prácticamente se ha ganado la batalla contra el cigarrillo entre la juventud, pero, en lugar de festejarlo, la sociedad parece empeñada en buscar el próximo pánico moral. Douglas no es ingenuo: sabe que las victorias en salud pública rara vez son definitivas, pero insiste en que los progresos son reales y duraderos.
Hoy, desde la organización Global Action to End Smoking, Douglas impulsa una estrategia sencilla pero poderosa: ofrecer información clara, científica y accesible, sin alarmismos ni moralismos. Subraya que no están allí para promover productos, sino para promover la verdad. Su organización ha logrado recientemente un hito notable: ser citada en una decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos en un caso de regulación del tabaco. Un reconocimiento que premia su independencia, su rigor y su compromiso con el bienestar de las personas, más allá de intereses económicos o ideológicos.
Douglas sabe que el cambio no llegará de golpe. No habrá un juicio final ni una proclamación triunfal. La transformación será, como siempre en salud pública, una larga marcha: paciente, perseverante, inevitable. Considera que cada fumador que opta por una alternativa más segura representa una vida prolongada y que no existen victorias pequeñas. Cree que, si se abrazan con inteligencia las estrategias de reducción de daños, el tabaquismo podría ser prácticamente erradicado en Estados Unidos en cuestión de pocos años. Incluso ahora, en un mercado en gran medida no regulado, unos veinte millones de estadounidenses han abandonado el cigarrillo en favor de alternativas menos letales.
Douglas sostiene su vieja taza, contempla la inscripción casi borrada y sonríe, con una mezcla de ternura y determinación. Para él, el éxito sigue siendo inevitable, pero solo si se persevera en la lucha.
Vale la pena ver la entrevista completa: no solo para entender la complejidad del desafío que enfrenta la salud pública hoy, sino también para escuchar, en la voz pausada de Douglas, una lección de paciencia, coraje y esperanza activa.
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